viernes, 10 de mayo de 2013

NECESIDAD DE UN NUEVO PARADIGMA

Por: Miguel Martínez Miguelez
(Tomado de: http://cdm2011b.aprenderapensar.net/2011/09/18/necesidad-de-un-nuevo-paradigma/)





El período histórico que nos ha tocado vivir, en la segunda mitad del siglo XX, podría ser calificado con muy variados términos, todos, quizá, con gran dosis de verdad. Me permito designarlo con uno: el de incertidumbre, incertidumbre en las cosas fundamentales que afectan al ser humano. Y esto, precisa y paradójicamente, en un momento en que la explosión y el volumen de los conocimientos parecieran no tener límites.

Los caminos, en otros tiempos seguros, se han borrado, la autoridad de los maestros ha sido socavada, el sentido de las realidades se ha diluido y el mismo concepto de ciencia y de verdad es cuestionado. La duda, la perplejidad, la inseguridad y una incertidumbre general se han instaurado en toda mente profundamente reflexiva.

No solamente estamos ante una crisis de los fundamentos del conocimiento científico, sino también del filosófico, y, en general, ante una crisis de los fundamentos del pensamiento. Esta situación nos impone a todos un deber histórico ineludible, especialmente si hemos abrazado la noble profesión y misión de enseñar.

No podemos abordar la temática objeto de esta obra haciendo caso omiso del pensamiento de las grandes mentes que le han dedicado sus mejores esfuerzos. Más de un centenar de pensadores eminentes se enfrentaron, de una u otra forma, con estos arduos problemas, entre fines del siglo pasado y el momento presente. Su trabajo constituye un alto pedestal que nos permite contemplar un amplio panorama, descubrir líneas de confluencia y visualizar estructuras lógicas y significativas que le dan un nuevo orden y sentido, una nueva sistematización, a las realidades que constituyen o rodean nuestra vida. Muy probablemente, estemos ante una nueva teoría de la racionalidad científica.

El hombre adquiere el conocimiento de su mundo y de sí mismo a través de varias vías, cada una de las cuales se ha ido configurando, a lo largo de la historia, de acuerdo a las exigencias de la naturaleza y complejidad de su propio objeto. La filosofía, la ciencia, la historia, el arte, la teología y, sobre todo, el sentido común, son las principales expresiones del pensamiento humano y las vías de aproximación al conocimiento de la realidad.

En los últimos tiempos —desde 1790, cuando comenzó la edad de la razón—, la ciencia adquirió un cierto predominio, dado su nivel de adecuación con el mundo concreto, tangible y manipulable que ha constituido el mayor centro de interés del hombre en los siglos XIX y XX. Sin embargo, la ciencia no puede —debido a las limitaciones que le impone su propia naturaleza— estudiar y resolver muchos problemas de gran importancia para la vida humana, como tampoco puede verificar o justificar “científicamente” las bases o supuestos en que se apoya: una teoría científica no dispone de la capacidad reflexiva para autocriticarse en su naturaleza y fundamentos.

La ciencia, entendida en su concepción tradicional, no puede entenderse cabalmente a sí misma, no dispone de ningún método para conocerse y pensarse a sí misma. El método científico no nos puede ayudar a entender plenamente el proceso investigativo humano. En efecto, para que la ciencia pueda entenderse a sí misma, tendría que ponerse también como objeto de investigación, debería auto-objetivarse. Pero la vuelta reflexiva del sujeto científico sobre sí mismo es científicamente imposible, porque el método científico se ha fundado en la disyunción del sujeto y del objeto. La pregunta “¿qué es la ciencia?” no puede tener una respuesta científica (Morin, 1984).

Comprender cabalmente a la ciencia es comprender su origen, sus posibilidades, su significación para la vida humana, es decir, entenderla como un fenómeno humano particular. Pero la objetividad del método científico requiere que la ciencia trascienda lo particular del objeto y lo subsuma bajo alguna ley general. Desde Aristóteles, la episteme, es decir, el conocimiento científico, es conocimiento de lo universal, de lo que existe invariablemente y toma la forma de la demostración científica.

Por ello, la ciencia resulta incapaz de entenderse a sí misma, aunque puede ayudar en la comprensión de ese proceso. Su mismo método se lo impide. Ello exige el recurso a la metaciencia. Pero la metaciencia no es ciencia, como la metafísica no es física.

De esta forma, la ciencia no puede responder por la solidez de sus propios fundamentos, y, en consecuencia, tampoco puede garantizar la validez última de sus conclusiones y hallazgos, sin recurrir a la metaciencia o filosofía de la ciencia para justificar sus bases y aclarar el significado de las mismas, ya que lo más oscuro de toda ciencia es siempre su base. De hecho, la ciencia tiene una imposibilidad lógica para establecer y asentarse en una base netamente empírica. De ello se sigue que la ciencia debe complementarse con la clase de entendimiento que tratan de adquirir las ciencias humanas. Querámoslo o no, si deseamos ir al fondo de las cosas, tenemos que hacer filosofía; y, aunque no queramos hacerla, la vamos a hacer igualmente, pero entonces la haremos mal.

Si la ciencia no puede dar la base firme y sólida, la roca inconmovible, el punto de apoyo de nuestro conocimiento, si debemos buscarlo en la filosofía, en general, y en la filosofía de la ciencia, en particular, conviene patentizar con qué problemas nos vamos a encontrar aquí.

Descartes se enfrentó con este mismo problema de los fundamentos en sus Meditaciones. Su búsqueda no tiende sólo a solucionar unos problemas metafísicos y epistemológicos. Es la búsqueda de un fundamento, de un punto arquimédico, de una roca estable que dé seguridad a la vida y elimine las vicisitudes que continuamente la amenazan; se trata de evitar el escepticismo radical, el miedo a la locura y al caos, donde nada es fijo, donde no podemos tocar fondo ni subir a la superficie.

Esta vivencia ha llevado a muchos pensadores, después de Descartes, a sostener un “objetivismo” a toda costa. Piensan que hay, o que debe haber, una matriz o marco de referencia permanente y ahistórico, al cual podamos apelar en la determinación de la naturaleza de la racionalidad del conocimiento, de la verdad, de la realidad, de lo bueno o de lo correcto.

Por otro lado, muchos otros autores, aun aceptando la lógica del objetivismo, expresan la convicción de que, cuando examinamos los conceptos fundamentales —como racionalidad, verdad, realidad, bondad, ética, rectitud, estética, etc.—, somos forzados a reconocer que, en último análisis, todos estos conceptos deben ser entendidos como relativos a un esquema conceptual específico, a un marco teórico, a un paradigma, a una forma de vida, a una sociedad, a una cultura.

Desde Platón, los objetivistas han señalado que el relativismo, cuando se formula en forma clara y explícita, es inconsistente y paradójico. En efecto, el relativista, implícita o explícitamente, proclama que su posición es verdadera y cierta en forma absoluta, es decir, que no es relativa. No se puede sostener lógicamente el relativismo sin minarlo.

Muchos debates contemporáneos son aún enfocados y estructurados bajo uno de estos dos extremos tradicionales. Hay aún una creencia muy generalizada que sostiene que, en último análisis, las únicas alternativas viables abiertas ante nosotros son dos: una forma de objetivismo y fundacionalismo del conocimiento, ciencia, filosofía y lenguaje, o un ineludible relativismo, escepticismo, historicismo y nihilismo.





Sin embargo, también aquí, como en muchos otros campos del saber teórico y práctico, parece que se abre una salida honrosa. No puede estar totalmente equivocado el “objetivismo”, pues se apoya en la naturaleza más profunda de nuestro proceso de conocer; pero esto no indica que esté totalmente en lo cierto. Tampoco podemos descartar totalmente la relatividad de nuestra teoría de la racionalidad: es evidente que está ligada, por lo menos parcialmente, al decurso histórico de nuestra evolución cultural.

Como sucedió en la física, y ha sucedido en muchas otras disciplinas, cuando dos posturas teóricas parecen oponerse antagónicamente y muestran, por otro lado, clara evidencia de la solidez de sus conceptos básicos, la solución ha estado en un análisis más profundo de la incapacidad de nuestra mente para adoptar dos enfoques al mismo tiempo, enfoques que se demuestran más tarde ser complementarios.

El espíritu de nuestro tiempo está ya impulsándonos a ir más allá del simple objetivismo y relativismo. Una nueva sensibilidad y universalidad del discurso, una nueva racionalidad, está emergiendo y tiende a integrar dialécticamente las dimensiones empíricas, interpretativas y críticas de una orientación teorética que se dirige hacia la actividad práctica, una orientación que tiende a integrar el “pensamiento calculante” y el “pensamiento reflexivo” de que habla Heidegger, un proceso dia-lógico en el sentido de que sería el fruto de la simbiosis de dos lógicas, una “digital” y la otra “analógica” (Morin, 1984).

El paradigma vigente —señala Fritjof Capra— ha dominado nuestra cultura durante varios siglos, ha ido formando la sociedad occidental moderna y ha influido significativamente en el resto del mundo. Este paradigma consiste, entre otras cosas, en la visión del universo como si fuese un sistema mecánico compuesto de bloques elementales; la visión del cuerpo humano como si fuese una máquina; la visión de la vida social como si tuviese que ser forzosamente una lucha competitiva por la existencia; la creencia en el progreso material ilimitado, que debe alcanzarse mediante el crecimiento económico y tecnológico; y la creencia de que el sometimiento de la mujer al hombre es consecuencia de una ley básica de la naturaleza. En los últimos decenios, todas estas suposiciones se han visto severamente puestas en tela de juicio y necesitadas de una revisión radical (en: Pigem, 1991, p. 28).

Esta orientación no enfatiza tanto la validez o falibilidad de nuestras razones y argumentos a favor o en contra de una determinada posición, cuanto la importancia que tiene el hecho de que nuestra racionalidad puede cambiar debido al proceso auto-correctivo que la constituye como tal.

Pero el mundo en que hoy vivimos se caracteriza por sus interconexiones a un nivel global en el que los fenómenos físicos, biológicos, psicológicos, sociales y ambientales, son todos recíprocamente interdependientes. Para describir este mundo de manera adecuada necesitamos una perspectiva más amplia, holista y ecológica que no nos pueden ofrecer las concepciones reduccionistas del mundo ni las diferentes disciplinas aisladamente; necesitamos una nueva visión de la realidad, un nuevo “paradigma”, es decir, una transformación fundamental de nuestro modo de pensar, de nuestro modo de percibir y de nuestro modo de valorar.

Un nuevo paradigma instituye las relaciones primordiales que constituyen los supuestos básicos, determinan los conceptos fundamentales, rigen los discursos y las teorías. De aquí nace la intraducibilidad y la incomunicabilidad de los diferentes paradigmas y las dificultades de comprensión entre dos personas ubicadas en paradigmas alternos.

Por otro lado, es evidente que el saber básico adquirido por el hombre, es decir, el cuerpo de conocimientos humanos que se apoyan en una base sólida, por ser las conclusiones de una observación sistemática y seguir un razonamiento consistente, —cualesquiera que sean las vías por las cuales se lograron— debieran poderse integrar en un todo coherente y lógico y en un paradigma universal o teoría global de la racionalidad. “La aspiración propia de un metafísico —dice Popper— es reunir todos los aspectos verdaderos del mundo (y no solamente los científicos) en una imagen unificadora que le ilumine a él y a los demás y que pueda un día convertirse en parte de una imagen aún más amplia, una imagen mejor, más verdadera” (1985, p. 222).

Pero un paradigma de tal naturaleza no podría limitarse a los conocimientos que se logran por deducción (conclusiones derivadas de premisas, postulados, principios básicos, etc.) o por inducción (generalizaciones o inferencias de casos particulares), sino que se apoyaría en una idea matriz: la coherencia lógica y sistémica de un todo integrado, similar a la coherencia que tienen todas las partes de una antigua ciudad enterrada, que se va descubriendo poco a poco. Esa coherencia estructural, sistémica, se bastaría a sí misma como principio de inteligibilidad.

Así, la epistemología emergente no postularía un punto arquimédico del conocimiento sobre el cual descansar, y del cual se deducirían jerárquicamente todos los demás conocimientos. Esto sería sólo algo similar a una revolución copernicana: pasar de un geocentrismo a un heliocentrismo. Más bien, estaríamos aquí siguiendo el esquema astronómico de Hubble, quien demostró que el universo carecía de un centro. En consecuencia, cada sistema subsistiría gracias a su coherencia interna. De igual forma, un cuerpo de conocimientos gozaría de solidez y firmeza, no por apoyarse en un pilar central, sino porque ellos forman un entramado coherente y lógico que se autosustenta por su gran sentido o significado.

En fin de cuentas, eso es lo que somos también cada uno de nosotros mismos: un “todo físico-químico-biológico-psicológico-social-cultural” que funciona maravillosamente y que constituye nuestra vida y nuestro ser. Por esto, el ser humano es la estructura dinámica o sistema integrado más complejo de todo cuanto existe en el universo. Y, en general, los científicos profundamente reflexivos, ya sean biólogos, neurólogos, antropólogos o sociólogos, como también los físicos y matemáticos, todos, tratan de superar, implícita o explícitamente, la visión reduccionista y mecanicista del viejo paradigma newtoniano-cartesiano y de desarrollar este nuevo paradigma, que emerge, así, en sus diferentes disciplinas con una exigencia integradora y con un enfoque netamente interdisciplinario. Como dice Beynam (1978), “actualmente vivimos un cambio de paradigma en la ciencia, tal vez el cambio más grande que se ha efectuado hasta la fecha… y que tiene la ventaja adicional de derivarse de la vanguardia de la física contemporánea”. Está emergiendo un nuevo paradigma que afecta a todas las áreas del conocimiento. La nueva ciencia no rechaza las aportaciones de Galileo, Descartes o Newton, sino que las integra en un contexto mucho más amplio y con mayor sentido.

En consonancia con todo lo dicho, esta obra trata de un paradigma universal, de un metasistema de referencia cuyo objetivo es guiar la interpretación de las interpretaciones y la explicación de las explicaciones. Por lo tanto, sus “postulados” o principios básicos de apoyo serán amplios; no pueden ser específicos, como cuando se trata de un paradigma particular en un área específica del saber. Todo ello le da a la obra un enfoque básicamente gnoseológico, es decir, que trata de analizar y evaluar la solidez de las reglas que sigue nuestro propio pensamiento, aunque, en muchos puntos, la actividad gnoseológica no puede desligarse del análisis de la naturaleza de las realidades en cuestión.

La Philosophia perennis (es decir, las grandes tradiciones filosóficas y espirituales, ya sean de Occidente como de Oriente) presenta la naturaleza de la realidad como una jerarquía de niveles que va desde las esferas más bajas, densas y fragmentarias hasta las más altas, sutiles y unitarias. Básicamente, se darían al menos tres niveles esencialmente diferentes: el nivel 1, de las realidades fisicoquímicas que constituye el cosmos material de las cosas inertes y posee el más bajo nivel de organización; el nivel 2 sería la esfera de la biología o estudio de los procesos vivos, y el nivel 3, que incluiría todas las actividades del intelecto, de la mente, del pensamiento operativo, es decir, la acción propia del espíritu humano.

La naturaleza propia de los niveles superiores trasciende e incluye a los niveles inferiores, pero no viceversa: así, todo lo del mundo mineral está en la planta, pero no al revés, como todo lo del reptil está en el hombre, pero no lo contrario. Hay, pues, una jerarquía de niveles.

Como cada nivel superior está constituido por características, propiedades y atributos definidores, propios de cada uno, nunca se podrá explicar en términos del nivel inferior: las fuerzas físicas, por ejemplo, no serán suficientes para explicar la fuerza que mueve la economía o los impulsos sexuales o la que mueve a la gente a suicidarse; los componentes químicos de la pintura nunca explicarán la expresión de la Monna Lisa, ni los componentes físicos de la obra el significado de Hamlet. Como decía Whitehead, si se quieren conocer los principios básicos de la existencia, hay que utilizar lo superior para iluminar lo inferior, y no al revés, como hace la reflexión reduccionista corriente.

La ciencia tradicional ha prestado, sin duda alguna, muchos servicios al hombre: le ha ayudado a superar mucha pobreza, enfermedades, trabajo deshumanizante y, en general, a alargar su vida. Pero el querer llevar el método científico a todos los campos, ha hecho que, hablando de refracción de ondas luminosas, pigmentación y colores espectrales, la ciencia haya anulado las puestas de sol, los paisajes y los arco-iris; que, tratando de ser científicos, los estructuralistas hayan desfigurado la prosa y la poesía; que, analizando computacionalmente el Nuevo Testamento, los estudiosos bíblicos destruyan la fe y la conciencia religiosa.

Por esto, Bertrand Russell dice que “la ciencia, como persecución de la verdad, será igual, pero no superior al arte” (1975, p. 8). Asimismo, Goethe dice que “el arte es la manifestación de las leyes secretas de la naturaleza”. Y para eminentes físicos, como el Premio Nobel Paul Dirac, la belleza de una teoría determinaba si ésta sería aceptada o no, aun contra todas las pruebas experimentales existentes hasta el momento; es más, Dirac “sostenía que cualquiera que tuviera algún juicio debería rechazar los experimentos y considerarlos incorrectos si iban contra la belleza de una teoría fundamental como la teoría especial de la relatividad. Y, en efecto, así quedó probado después de haberse afinado los experimentos” (Salam, 1991, p. 94-5). Estas posiciones llevan a Polanyi a afirmar que en la física “está llegando a ser casi un lugar común, que la belleza de una teoría física es frecuentemente una pista más importante hacia su verdad que su correspondencia con los hechos, los cuales pueden constituir una dificultad temporal” (en: Martínez, 1982, p. 96). Esto es debido a que con el arte no sólo expresamos las formas de las realidades que pueblan nuestro mundo, sino que también las simbolizamos con altos grados de abstracción: el arte trata de conocer y expresar lo universal. Por ello, es muy probable que la nueva síntesis del conocimiento que buscamos sea una integración potencial de ciencia, filosofía y arte, como áreas complementarias, al estilo de lo que ocurrió durante el Renacimiento Italiano.

Es de esperar que el nuevo paradigma emergente sea el que nos permita superar el realismo ingenuo, salir de la asfixia reduccionista y entrar en la lógica de una coherencia integral, sistémica y ecológica, es decir, entrar en una ciencia más universal e integradora, en una ciencia verdaderamente interdisciplinaria.

El modelo de ciencia que se originó después del Renacimiento sirvió de base para el avance científico y tecnológico de los siglos posteriores. Sin embargo, la explosión de los conocimientos, de las disciplinas, de las especialidades y de los enfoques que se ha dado en el siglo XX y la reflexión epistemológica encuentran ese modelo tradicional de ciencia no sólo insuficiente, sino, sobre todo, inhibidor de lo que podría ser un verdadero progreso, tanto particular como integrado, de las diferentes áreas del saber.

Por lo tanto, cada disciplina deberá hacer una revisión, una reformulación o una redefinición de sus propias estructuras lógicas individuales, que fueron establecidas aislada e independientemente del sistema total con que interactúan, ya que sus conclusiones, en la medida en que hayan cortado los lazos de interconexión con el sistema global de que forman parte, serán parcial o totalmente inconsistentes.

Las diferentes disciplinas deberán buscar y seguir los principios de inteligibilidad que se derivan de una racionalidad más respetuosa de los diversos aspectos del pensamiento, una racionalidad múltiple que, a su vez, es engendrada por un paradigma de la complejidad.

Estamos poco habituados todavía al pensamiento “sistémico-ecológico”. El pensar con esta categoría básica, cambia en gran medida nuestra apreciación y conceptualización de la realidad. Nuestra mente no sigue sólo una vía causal, lineal, unidireccional, sino, también, y, a veces, sobre todo, un enfoque modular, estructural, dialéctico, gestáltico, interdisciplinario, donde todo afecta e interactúa con todo, donde cada elemento no sólo se define por lo que es o representa en sí mismo, sino, y especialmente, por su red de relaciones con todos los demás.

Evidentemente, estos cambios en los supuestos básicos, filosóficos y metodológicos, de las ciencias, guiarán inevitablemente hacia otros cambios en las ciencias mismas: cambios en los diferentes problemas dignos de investigar, en la formulación de hipótesis de naturaleza diferente y en la metodología y técnicas a utilizar.

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